Por Jesús Nácher en representación de Autonomía y Bienvivir
Entre las ideas más prometedoras para gatillar cambios sociales de largo alcance, de esos que no sabemos hasta donde nos pueden llevar,
podemos citar la Renta Básica Universal, el trabajo público
garantizado, la reforma del sistema monetario, o la utilización de
las rentas no ganadas, en el sentido ricardiano, como base del
sistema impositivo. Desde Autonomía
y Bienvivir hemos dedicado parte de nuestro esfuerzo a la
divulgación de esas brillantes ideas. Sin embargo, en este punto de
mi recorrido intelectual me asaltan una serie de dudas, en ningún
caso pienso que estas sean malas ideas, pero debo reconocer que
aisladamente, en una sociedad compleja como la nuestra, es difícil
pensar que una sola medida tomada de forma aislada pueda tener un
gran impacto transformador.
Tomaremos una de ellas como epítome, la reforma monetaria. De forma
telegráfica, y aunque evidentemente no hay un consenso sobre qué
problemas tenemos con el sistema monetario, a mi juicio el principal
es que el dinero se crea de forma privada. La mayor parte de la
oferta monetaria de un país son depósitos a la vista o a plazo que
crean los bancos comerciales al conceder un crédito. Naturalmente,
los bancos hacen esto para ganar dinero, y por ello crean el dinero
con interés. Cuando el dinero se crea de forma pública o
comunitaria se puede crear sin interés, pero no ocurre lo mismo
cuando el dinero se crea de forma privada. Otra consecuencia de este
mecanismo de creación del dinero es que quienes tienen en su mano la
impresora intentarán crear todo el que sea posible, para maximizar
sus beneficios. Ello favorecerá que haya periodos de abundancia de
dinero a consecuencia de un boom de crédito, seguidos posteriormente
de periodos de escasez, cuando la carga de los intereses va creando
oleadas de impagos que propician un estrangulamiento del crédito,
que a su vez provoca más impagos. Una explicación más detallada de
esta problemática y de todos los hechos que históricamente nos han
conducida hasta ella la expuse en una serie de artículos en
Autonomía y Bienvivir: La
ciencia pérdida del dinero, Modernizar
el dinero y Frederick
Soddy y el dinero endógeno.
Para
minimizar sus riesgos la mayor parte del dinero así creado está
garantizado por activos, de forma muy especial suelo (o
construcciones con suelo incluido), ya que es un recurso natural
finito y limitado cuya oferta es sencillo monopolizar. Los bancos
tienen pocos incentivos para ser prudentes en la concesión de
crédito, ya que en la parte descendente del ciclo podrán expropiar
la garantía de los préstamos, y si a pesar de ello todavía
resultan perjudicados el Estado saldrá en su rescate para evitar una
profunda crisis de liquidez que se lleve por delante negocios que de
otra forma serían rentables. Todo el sistema funciona como una
gigantesca aspiradora que succiona rentas de abajo hacia arriba. Una
explicación más detallada de la relación entre rentas no ganadas y
sistema monetario la desarrollé en Cómo
conocí a mi extractor de rentas y entré en servidumbre por deudas:
“Capitalismo popular” o el auge del capitalismo de los rentistas.
Porque
los problemas sociales no se solucionan como los de matemáticas. No
es sólo una cuestión “técnica”. Vivimos en una sociedad muy
compleja, donde cada uno de nosotros se ha especializado en realizar
determinadas labores. Si alguien practica con la guitarra ocho horas
al día seguramente terminará tocando mejor que alguien que la toca
por divertirse al salir de su puesto de operario en una fábrica.
Mayor especialización, mayor productividad. Pero dependes del
panadero para tu comida y del mecánico para arreglar el coche. Eso
no es grave, puedes verles cara y hablar con ellos. Pero también
dependes de que los bancos sigan inyectando crédito y creando
dinero, y de que los funcionarios del Banco Central decidan si hay
que subir o bajar los tipos de interés del dinero. Ellos no te
conocen, ni tienen en cuenta tus emociones a la hora de tomar sus
decisiones y aplicarlas con la máxima frialdad y rigor.
Pero
el funcionario del Banco Central aplica la teoría económica,
un conjunto de “conocimientos” socialmente construidos que, pese
a no tener la categoría de “científicos”, sí al menos son
tácitamente reconocidos como “conocimientos” de un tipo
distinto, cualitativamente superiores a los que quedan fuera de ese
corpus teórico. Claro que esa teoría se define y construye
socialmente, pero no con la participación de todos. Son los
académicos, desde las universidades, los que van seleccionando
aquello que debe ser incluido y excluido del conjunto de
“conocimientos” de la disciplina, y es esa teoría la que
determina como actúan los funcionarios del Banco Central.
Así
que nos movemos en un entorno muy complejo, en el que suponemos que
cada persona cumple su función, aunque no tengamos ni la más remota
idea de lo que ello significa. El individuo termina valorando
simplemente que el entorno sea estable, y cuando este entorno estable
se ve sacudido por eventos extraordinarios como crisis económicas,
protestará, quizás cambie su voto, y rezará porque se vuelva a
recobrar la estabilidad, aunque no termine de comprender muy bien ni
las causas de la sacudida ni las del retorno a la normalidad.
Todo
este conjunto de hechos nos lleva en una sola dirección, hacia un
reino llamado APATÍA, la ausencia de deseo, la indiferencia hacia lo
que ocurre a nuestro alrededor, que entendemos se encuentra a diez
mil millas de poder ser mínimamente alterado por nosotros. Es el
reino del consumismo, de la proliferación de ofertas comerciales
para experiencias y sustitutivos de relaciones humanas. Aprendemos y
comprendemos que no tenemos ninguna influencia sobre el entorno, y en
consecuencia perdemos interés por él, y como hemos perdido interés
en él nuestra capacidad de lograr algún cambio se reduce todavía
más.
En
ese contexto las narrativas simplificadoras golpean con toda su
fuerza. La razón es la fuerza capaz de despejar el camino y arrojar
a la cuneta cualquier dificultad que se interponga en el avance de un
progreso lineal y constante. El “experto” es el sacerdote de la
nueva religión de la razón, aunque la experiencia muestre (como por
ejemplo en el documental La
industria de los expertos) que no consigue mayor porcentaje
de aciertos que un simio, es decir, que alguien que responde al azar.
¿Hay
salida a este laberinto? Evidentemente experimentamos rendimientos
decrecientes en la complejidad social, por lo tanto necesitamos
reducirla. No tenemos un mapa para hacer esto, de hecho nunca se ha
hecho algo semejante en la historia de la humanidad, salvo de forma
forzada. Como suele ser habitual ante los problemas complejos,
tenemos que actuar por tanteo. Podemos apoyarnos en la psicología
para dar estos primeros pasos, en concreto en la psicología positiva
o ciencia de la felicidad, ya que esta disciplina prescribe para el
individuo medicinas que van en el sentido de simplificar su vida.
Poniendo
por delante que como dijese numerosas veces el difunto Zygmunt Bauman
no existen soluciones individuales para los problemas sistémicos,
consideremos por un momento este punto de partida, el de un individuo
que quiere ser feliz, realmente feliz. Entre otros aspectos, la
llamada ciencia de la felicidad destaca dos cuestiones que me
gustaría resaltar aquí: la importancia de las relaciones y del
sentido. Tener relaciones sociales y afectivas de calidad y realizar
habitualmente actividades significativas para uno mismo, como lo es
para mí escribir este artículo.
Empecemos
por la calidad de las relaciones. Según el sistema tiende a
complejizarse, las relaciones tienden cada vez más a ser episódicas
(será, por ejemplo, cada vez más raro mantener un trabajo para toda
la vida) y a estar reguladas exteriormente, por ejemplo por una
jerarquía si se trata de relaciones en el centro de trabajo, o por
contratos o precios, si se trata de una relación de tipo mercantil
como la que tenemos con la camarera que nos pone el café. En la gran
urbe somos máscaras, y vemos pasar miles de máscaras cada día por
delante de nuestros ojos. Incluso las relaciones de pareja, tal
y como señalan Byun-Chul Han o Zygmunt Bauman, se hacen cada vez
más frágiles y superficiales. Para el individuo, la vía de la
felicidad consiste en ir saliendo de la rueda. Mantener un trabajo,
una pareja, unos amigos. Comprar en el barrio, tener relación con
quién nos hace el pan o nos arregla el coche, compartir actividades
con la gente del vecindario o con un grupo estable con intereses
comunes.
Respecto
al sentido, nos encontramos el mismo problema que con las relaciones.
En una comunidad tradicional la actividad de cada uno de los miembros
juega un papel que es comprendido por todos para el mantenimiento del
conjunto. El herrero repara las herramientas indispensables para
extraer a la tierra sus frutos y el panadero procesa esos frutos de
forma que puedan ser asimilados fácilmente por todos. Hoy conozco
personas que trabajan en fábricas que hacen carcasas para misiles, y
ecologistas que trabajan en proveedores del sector de la automoción.
A
veces no quedará más remedio que buscar el sentido en actividades
relegadas a la categoría de ocio, pero en general se trata de ir
progresando de forma paulatina, dotando de sentido poco a poco a cada
una de las actividades que realizamos en nuestro día a día.
En
este camino de ir desarrollando una estructura interna coherente, y
ponerla en consonancia con su comportamiento “externo”, el
individuo irá abandonando casi sin darse cuenta la persecución de
categorías abstractas como éxito, o la
adicción al dinero por el dinero. Aprende a encontrar placer en
las acciones que le ponen en relación con los demás y con lo que
percibe como el sentido de su vida. El mundo se simplifica, aunque
sea parcialmente, y ahora comprendemos en parte los problemas que
aquejan a nuestro entorno y a nosotros mismos. De contemplar el
desahucio de un vecino con incomodidad y tensión pasamos a
participar de una economía de mayor cercanía, de la que se
benefician más las personas que tenemos próximas. Quizás
participamos en un banco de tiempo, quizás alguien promueve un
experimento con monedas
locales que permite entender mejor como se crea y como funciona
el dinero, o quizás no. Sea de una forma o de otra, se comparten
opiniones, información y experiencias y ello hace que se exijan unas
medidas u otras a la autoridad política. La información en
particular, ahora llega por varios canales, si bien no desaparecen
los controlados jerárquicamente y orientados al beneficio, ya no se
trata de un monocultivo, sino de un bosque en el que coexisten
especies diversas.
Y
de esta forma vamos escapando de la apatía y de la persecución de
ideales abstractos de éxito y dinero, mientras logramos una
estructura interna que nos proporciona mayor paz y felicidad, que
exteriormente se manifiesta en una mayor actividad e interés por los
problemas públicos y comunitarios. En este punto quizás el
individuo llegue a cuestionarse, entre otras cosas, el sistema
monetario, y encuentre apropiada la reforma que yo planteaba al
principio de este artículo. Sin embargo, será difícil que un
creciente interés ciudadano pueda llegar a filtrarse al mundo
académico, sin el cual se antoja imposible cualquier atisbo de
reforma.
Las
universidades y las revistas que publican artículos académicos se
han convertido en auténticas “fábricas de consenso”, que saben
y conocen como invisibilizar a los críticos sin censurarlos,
simplemente ignorándolos. Sin
duda el mecanismo más eficaz para ejercer un férreo control
sobre lo correcto mientras se mantiene una fachada de pluralismo. Hay
diversas formas de lograr esto, una de ellas podemos ejemplificarla
con un suceso de la vida del economista disidente Kenneth Boulding,
tal
y como nos lo cuenta Oscar Carpintero:
Después de graduarse en Oxford solicitó una beca en el Christ
Church y, por equivocación, llegaron a sus manos las cartas de
recomendación que él mismo había encargado redactar a varios de
sus profesores de economía. En general, todas decían que era un
muchacho brillante y muy inteligente, pero al final, casi todas
concluían que, sin embargo, “no es uno de los nuestros”.
Los
académicos tienen interés en hacer relevante su propia corriente de
investigación, y seleccionan y apoyan a aquellos que la respaldan,
ya sea como doctorandos o como autores de artículos a los que citar
y dar relevancia por cualquier método ¿Y que ocurre si metemos el
dinero en la ecuación? Se financian las líneas de investigación
más convenientes, se abren las puertas de las Bancos Centrales y
otros organismos con gran peso en la agenda política, como el FMI,
la OCDE, el BIS, el Banco Mundial, agencias de la ONU, etc. Todo un
entramado institucional diseñado para mantener el statu quo e
impedir que ideas que cuestionan el paradigma imperante puedan
abrirse paso.
En
la modernidad, controlar a los “sacerdotes de la razón” es la
mejor forma de controlar el sistema. Quizás el activismo ciudadano
pueda lograr que más personas críticas y comprometidas lleguen a
participar de la academia, que se censure la enseñanza de una única
corriente de pensamiento en las universidades, que los economistas
disidentes gocen de apoyo y reconocimiento populares.
Todos
esos cambios, sin duda lentos, podrían ayudar. Pero quizás la clave
es entender que la economía no es sólo una cuestión técnica, ni
siquiera principalmente técnica ¿Por qué aceptamos que el objetivo
del incremento del PIB es legítimo? ¿No debería ser el bienestar
de todos? ¿Acaso el incremento del PIB no tiene costes, en forma de
consumo de recursos y aumento de residuos, y en forma de más trabajo
(quienes vean incrementarse su renta quizás preferirían más ocio,
y quienes necesiten renta seguramente tampoco la recibirán tras el
incremento)? ¿Acaso todos los intercambios monetarios son buenos?
¿Nos interesa que suba el PIB porque compremos más armas? ¿O
porque compremos más medicamentos a causa de que nuestra salud se
deteriora por la contaminación y el estrés? ¿Acaso que el PIB suba
nos permite olvidarnos de como se distribuye ese producto, está bien
que algunos no ganen nada con esa subida, e incluso pierdan, mientras
unos pocos, como viene siendo habitual, acaparan todo el incremento
de bienes producidos?
La
conciencia que tendría que extenderse cuanto antes si queremos
solucionar los problemas que nos aquejan es precisamente la de que
los problemas económicos son principalmente problemas morales, y por
tanto políticos. En el preciso instante que consigamos eso será
posible una reforma del sistema monetario, y cualquier reforma que
nos permita adecuar la economía a los resultados que la sociedad
considere moralmente más necesarios.