martes, 22 de diciembre de 2009

El desacuerdo de Copenhague


-¿Crees que es grave?
-No lo sé, Ana, pero parece algo emocional, dice que solo estaba viendo las noticias.
El rostro de José se ensombreció aún mas, antes de añadir:
-El acuerdo de Copenhague no existe. Me temo que estamos en la era del Comercio Total.
-¿Pero qué le pasa a Gaia?
-Creo que es un golpe de tristeza. Simplemente sufre.
Una queja interrumpió sus palabras. Los sollozos de Gaia reclamaban su atención. Parecía asustada y desorientada.
-Es como el otro dolor. ¿Sabes?, es como cuando pisé el camino de las hormigas, pero duele mucho mas.
A Gaia le volvieron los espasmos. Después empezaron las convulsiones. Duraron apenas un minuto, después se durmió agotada.
Ana se aferraba a sus manos mientras José la auscultaba preocupado.
-Podría ser epilepsia...
José negaba con la cabeza.
-Ana, sabes que no es eso.
-Hay cosas que no puedo entender, pero al fin y al cabo José, sabes que Gaia es hija del dolor. Al menos, de un dolor de la misma naturaleza.
José no pudo evitar que la congoja se le instalara en las entrañas, en las palabras y en los ojos.
-Nuestro dolor.- Añadió Ana.
José salió de la habitación. Sin saber de qué huía. Quizás del peso de aquellos años. Acaso de las palabras que podían desbordarse.
Ana lo encontró sentado en el suelo del pasillo, con la espalda apoyada en la pared. Llorando como un niño.

jueves, 17 de diciembre de 2009

La ignorancia


A Gaia le gustaba ver a Ana pintar. A veces pasaba las tardes hablando con ella frente a cualquier horizonte, importunando siempre, y por supuesto, preguntando sobre todas las cosas. Sin embargo, solo cuando la veía pintar tenía la sensación de conocer sus sueños y, en ocasiones, alguna de sus pesadillas en los cuadros oscuros, en territorios de espanto con algunas pinceladas informes de rojo violento.
Aquella tarde, Gaia quería saber cosas de los sentimientos, así que hablaron del amor y del odio, de la arrogancia y la humildad.
A veces, los adultos no se dan cuenta de lo rápido que aprenden los niños y Ana pudo comprobarlo aquella tarde.
-Sabes Gaia, a veces pienso que los seres humanos deberíamos darnos cuenta de que nuestras emociones son conocimiento. - dijo Ana, mientras con exquisita sensibilidad, daba forma con el pincel a la criatura que acababa de surgir sobre unas nubes.
Mientras miraba la gaviota inmersa en la tormenta, balanceando sus piernas pequeñas que colgaban de la silla, como quién no escucha sus propias palabras, Gaia añadió:
-Pero antes habrá que aprender, que también son ignorancia.

domingo, 13 de diciembre de 2009

El otro dolor


A Gaia le daba un poco de mareo pensar en todo aquello. Los niños tienen una habilidad innata para asimilar cosas nuevas, incluidos los despropósitos. Pero era la primera vez que conseguían dejarla pasmada con una respuesta. Aquella mañana dirigía sus investigaciones sobre una hilera de hormigas, afanosas e ignorantes de lo que se les venía encima. En un principio se limitó a una observación cuidadosa de los trajines, idas y venidas, y tareas de avituallamiento a lo largo del pulcro y ordenado camino. Sin embargo, las actividades exploratorias se desarrollaban en la intrincada selva de hojarascas, arbustos varios, ramitas, piedras, brotes de hierba... y una indiscutible boñiga, que Gaia acabó pisando. Por un momento fatídico, las hormigas cayeron en el olvido, mientras Gaia se afanaba en librarse de los restos de excremento en sus zapatos, dicho sea de paso, para desconsuelo de un par de escarabajos que veían maltratada su pitanza. Cuando Gaia terminó con la higiene, descubrió la desolación. Los daños, sin ser cuantiosos en lo material, habían dejado bajas y heridos graves. Un par de pisotones sobre el sendero de la colonia de insectos, habían sido suficientes para despanzurrar a unas cuantas hormigas y dejar malparadas a otras. Los sollozos de Gaia no duraron demasiado. Con ánimo diligente procedió a la hospitalización inmediata de los heridos graves. Alineó tantas hojas pequeñas como fueron necesarias para encamarlos, y pronto, los afectados por la tragedia, quedaron dispuestos en filas ordenadas sobre un suelo limpio de desechos. Así los servicios de urgencia podían dispensarse de forma eficiente. No obstante, los heridos mas leves pronto dejaron de preocuparla: escaparon del hospital de campaña a la búsqueda de apéndices perdidos. Gaia se prodigó en atenciones durante unas horas, hasta que dio por terminada su labor humanitaria: tenía otros juegos que atender, la hora de comer estaba cerca y ante la falta de progresos, había dado por desahuciados a los individuos que no consiguieron escapar del hospital.

-José, esta mañana he intentado curar a unas hormigas pero no he podido. Sin embargo, el hormiguero se ha curado solo.
José se quedó estupefacto e intentó preparar su mente para una nueva aventura. Pero Gaia apenas le dio tiempo.
-¿Sabes? He estado jugando a los acuerdos, pero no se lo que hacer con las hormigas estropeadas.
Después de indagar sobre los detalles de todo lo ocurrido durante la mañana, José le preguntó:
-¿Y como se te ocurrió acercarte a un hormiguero?
-Como no tengo microscopio para ver los bichos de mis manos, porque son muy pequeños, he ido a ver un hormiguero que los tiene mas grandes.
José apenas pudo contener la risa. Sin embargo, el rostro de Gaia mostraba un aplomo y solemnidad, que quiso respetar.
-Pero Gaia, no puedes comparar a una persona con un hormiguero.- dijo sonriendo.
-Ya lo sé, con los hormigueros no se puede hablar.
José se daba cuenta de la facilidad con que Gaia percibía la sutileza de las metáforas. Ella buscaba el punto de inflexión, el lugar donde confluían millones de entidades vivientes para formar otra Entidad y generar una conciencia.
-No es eso, Gaia. Cuando tú te caes o te haces una herida, hay muchas células que mueren y otras quedan dañadas. Pero eso es diferente a pisar un camino de hormigas.
-¿Cómo puedo saberlo?
-Porque tú sientes dolor.
-¿Y por qué siento dolor?
José descartó de inmediato la explicación que él conocía. Así que decidió olvidarse de sistemas nerviosos centrales, impulsos eléctricos o neuronas que transmiten y almacenan información. Estaba seguro de que Gaia se sentiría ofendida si pretendía embaucarla con semejantes disparates, así que hubo de inventar una historia que la niña pudiese dar por buena. Sin apenas darse cuenta, se encontró inmerso en un extraño relato.

- Hubo un tiempo muy lejano, tan lejano que solo las rocas pueden recordarlo. En ese tiempo emergieron en el planeta los seres vivos indivisibles. Cada uno hacía su trabajo, pero no conseguían fundar acuerdos con otros microbios. Se replicaban a si mismos pero no sabían mantener las pocas amistades que hacían. Hasta que un día, aprendieron a proteger sus pactos en el corazón, guardados en una cadena que eslabón a eslabón transmitía, no solo la esencia de lo que eran, sino lo mas importante, también la esencia de aquellos acuerdos de los que formaban parte. Aquello los hizo bastante populares. Tanto que crecieron y formaron plantas, animales y setas venenosas. Pero cada acuerdo debía cuidar de las miríadas de seres vivos que lo formaban. Debían procurarles alimento, agua y refugio. Para eso, los seres vivos indivisibles, inventaron el hambre, la sed y el frío. Y para que los acuerdos no andaran atolondrados, dándose golpes o cortándose con cosas que no deben manejar, inventaron el dolor. Incluido el dolor de barriga para que no se atiborraran de chucherías y comieran como es debido.

Gaia quedó fascinada y aturdida por la explicación. Ahora el dolor de tripa, aparte de molesto, sería un enigma histórico.
-¿Y qué pasa con el otro dolor?
-¿Qué otro dolor? - preguntó extrañado José.
-Me puse a llorar sin querer cuando vi las hormigas que había pisado. Me dio mucha pena, pero lloré muy poco, ¿vale?.- Ella ya era mayor y esas cosas había que dejarlas claras.
José se había quedado sin inspiración para mas cuentos, así que simplemente admitió:
-No lo sé, Gaia. ¿Tu que piensas?
-Creo José, que nosotros y los hormigueros, también formamos parte de otro Acuerdo.

sábado, 21 de noviembre de 2009

El Acuerdo


Los niños no deberían entrar a los laboratorios. Lo revuelven todo y son un verdadero peligro para los instrumentos mas delicados y para ellos mismos.
Eso pensaba José mientras Gaia curioseaba en las inmediaciones del microscopio. Ante su insistencia, aceptó dejarla mirar a través de aquellas lentes misteriosas.
- ¿Son bichos?. - Preguntó con curiosidad.
- No. - Y se echó a reír con la ocurrencia. - Son células humanas. Todas las personas estamos hechas de pequeños seres vivos. Tan pequeños, que solo pueden verse con un microscopio.
Al ver el desconcierto provocado, José intentó hilvanar torpemente una explicación para niños.
- En realidad, somos como una innumerable cantidad de células que se han puesto de acuerdo.
- Entonces... ¿solo somos un montón de bichos? - Dijo Gaia con aprensión y un poco de asco.

Los niños no deberían entrar a los laboratorios. Se decía mientras buscaba algo en su interior que se llevara la desolación de aquellos ojos infantiles. Sin saber qué decir volvió a mirar a Gaia con ternura y dejó de pensar por un momento. De repente, aquella brizna de amor provocó una ráfaga de luz que recorrió su mente. En ese momento, surgió la respuesta que no podía ver ningún microscopio, ningún instrumento.
- No. Nosotros somos lo invisible. Nosotros somos el Acuerdo.

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